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Yoyalodije

Caja con forma de corazón

Les daré un consejo: nunca se fíen de la gente que da consejos.

Dicho ésto, les daré un consejo: nunca se fíen de un niño con un mechón blanco en el cabello ¿Acaso se les ocurre mayor simbolismo mefistofélico? Bueno, niño-niño tampoco era. Digamos que rondaba la preadolescencia. También es retorcido que la magdalena proustiana de mi barcelonismo residiera en las maldades de aquel tipejo ¿Ah, que quién era el individuo? Pues el típico primo mayor repelente que tienen todos ustedes, sólo que éste era el mío y encima tenía la malvada costumbre de vestir aquella chaqueta las 24 horas del día ¡Ah… la chaqueta! A ésta alturas de mi vida, les concedo que quizás la envidia me abocaba a ver fantasmas burlescos donde sólo había un niño (con mechón blanco, eso sí) que daría un brazo antes que despojarse de esa prenda durante un minuto.

Allá por el año 1985, los Hermanos Mecanonaránjicos (ojo, no confundir con los famosos trapecistas) solían visitar a la abuela paterna, que vivía con la familia del citado. Oficialmente, para ver a la abuela. Extraoficialmente, para poder ver la chaqueta una vez más. Era anunciarse nuestra llegada y allá que bajaba las escaleras con fingido dramatismo el orgulloso poseedor de la prenda -“¿Qué paaasa, primos?”-. Los tres primos balbuceábamos un saludo de cortesía (y un secreto deseo de arrancarle el mechón con una radial) pero hallábamonos ya presos de la fascinación paralizante que su contemplación nos ocasionaba ¿Disfrutaba él más con su inconfesado pavoneo o nosotros con el hipnótico centelleo de aquel Santo Grial? Qué mas da. La habíamos visto y con eso bastaba.

¡D10ssss, cuánta belleza condensada en ese Aleph de polyester (creo)! Un ejército de poetas sucumbiría ante la inabordable tarea de loar su fulgor. Era un arponazo en los ojos. Un seísmo cardiaco. La rendición arrobada de todos los sentidos y el enamoramiento más febril que haya conocido el Universo. ¡Oh, tú! ¡Gloriosa chaqueta culé del chándal Meyba Ochentero!

Quizás sea necesario contextualizar el asunto para ilustrar a los lectores imberbes. Por aquella época, usted no iba a una tienda y se pedía el chándal del Barça. Ni de coña, hoyga. Usted podía comprarse un chándal o camiseta de la marca “X” pero ¿la oficial de un equipo? Tu-ru-rú. Como mucho se podían adquirir imitaciones ligeramente logradas y gracias. Hasta donde alcanzaba nuestra información, el acceso a tales prendas estaba vedadísimo y se debía contar con una intrincada red de contactos para poder comprarla en plena fábrica “¿El chándal, dices? Quita, quita. Tu primo tuvo la suerte de que el hermano del tito conocía a uno que conocía a otro que trabajaba en el campo del Barça y éste le pidió el favor a otro que trabajaba en la fábrica de Meyba para que le apañara uno y se lo pagara bajo cuerda”. Verdad irrefutable o trola paterna, eso era lo que había.

Digamos que “la verdad oficial” asentó un par de certezas en nuestra mente infantil. Una, olvídate de pillar el chándal en tu p*ta vida. Dos, el p*to gremlin malo del mechón blanco iba a restregarnos la chaquetita por los siglos de los siglos ¡Maldita sea tu nívea sien, infante siniestro!

Poco podíamos sospechar que el Karma iba anotando concienzudamente todos y cada uno de los crueles desfiles de aquel desalmado Zoolander Meybístico. Y vaya que si se los devolvió con intereses. “- Papá, papá, papáaaa, que dice el primo que van a ir con el tito a ver la final, que le han pillado entradas para el fondo” “- ¿Eing? Ah, sí. Me dijo que si quería comprar yo también pero le contesté que ni loco. Ahora te vas allí todo ilusionado, te gastas un pastón y luego como pierdan ¿qué? Quita, quita. Si eso ya la próxima vez…” Porca miseria. Si no caía gordo el amigo, imaginárselo con la chaqueta celebrando nuestra primera Copa de Europa era ya para morirse. Ahora es cuando se imaginan ustedes QUÉ final era.

Efectivamente. Se comió con patatitas la final de Sevilla. Y encima la funesta tanda de penaltis tuvo lugar en su fondo. A veces -sólo a veces- me da por pensar que mereció la pena por verle la carita a la vuelta ¡¡¡Muahahahahaha!!!

Todo ésto de regocijarse con la desgracia ajena está muy bien (?) pero de bien poco sirve si tú también acabas aporreado. La final de Sevilla sufrida con 11 añitos puede hacerte odiar el fútbol de por vida o -como fue mi caso- sellar a fuego el enamoramiento con un equipo. Si algo tuve claro después de aquello es que sería del Barça hasta el día en que les hurtase el placer de compartir atmósfera conmigo. Ya fuese por el lloriqueo a moco tendido o por los días posteriores con los ojillos melancólicos, el caso es que mi señor padre ató cabos y captó de qué iba el tema.

El 5 de Enero de 1987 amaneció con el cabeza de familia entrando por la puerta con un paquete e intentando disimular con escaso éxito que se trataba de un regalo de Reyes. Huelga decir que a mis 12 añitos y medio ya tenía fundadas sospechas acerca de la auténtica identidad de SS MM. Sobre todo porque en años anteriores fueron discretísimos en la colocación de los presentes (“- Cuidado con la puerta cuando metas el futbolín” – ¡¡¡CLONG CATACROCK!!! ” “- Chsssssssssst, si antes lo digo…” “- Que no pasa nada ¿no ves que están dormidos los tres? Estos no se enteran” “- Pues o tu hijo mayor duerme sin cerrar los párpados o nos ha pillado in fraganti”). Aquí y ahora les juro que JAMÁS podría haberme imaginado que era lo que era. De alguna extraña manera, cuando uno ha asumido que algo es absolutamente imposible, casi le molesta la posibilidad de que pueda ocurrir. Si ese sueño estaba muerto y enterrado, no me venga usted ahora con exhumaciones extemporáneas, haga el favor.

La tarde avanzaba y, a pesar de mi blindada incredulidad, la aguja de la corazonada se clavaba con más hondura a cada minuto. Y aunque pensaba que mi angustiado azoramiento era invisible, mi señora madre decidió dar fín piadosamente a la agonía.

– “Mecano, sube un momento” (su madre le llamaba Mecano con 12 años y ustedes van y se lo creen)

“¿Sí, mamá?”

“Como eres el mayor, voy a fiarme de que no te chives. Si se enterase tu padre de ésto, íbamos a tenerla buena ¿Quieres ver lo que traía en el paquete, verdad? Pero yo no te he dicho nada ¿eh?”

– (Tragando saliva ante la enjundia del momento) “C-claro, mamá. Te juro que no diré nada”

– “Pues toma. Ábrelo”

Retiré el envoltorio casi deseando que no fuese lo que pensaba, por temor a desmayarme allí mismo. Ante mí se reveló una caja roja con un familiarísimo logotipo. Miré a mi madre al borde del llanto y asintió con dulzura. Levanté la tapa y fui arrebatado hacia otro lugar que sin duda ya no pertenecía a éste mundo.

Se desvaneció el cuarto, mi madre y todo cuanto nos rodeaba. Sólo existíamos, frente a frente, yo y el objeto más bello que hubiera invadido nunca mis córneas infantiles. Ahí estaba. Irradiando las infinitas tonalidades de su solemne y caleidoscópico azul eléctrico, con el embriagador teselado granate que serpenteaba espirales de enredadera trepando por sus costados, con el escudo primorosamente labrado a la altura del corazón, con su tacto de nube tejida, con su olor de sueño bordado. Lo alcé. Lo acaricié. Lo abracé. Abrí y cerré los ojos para asegurarme de que estaba despierto. Lo besé con devoción reverencial y aspiré hondamente su perfume sin darme cuenta de que ya estaba llorando. Empecé a temblar, sentí un vértigo desconocido, buscaba las palabras para hablar pero no acudía ninguna. Terriblemente nervioso, tuve que sentarme porque notaba como mis sentidos se desbocaban. Si quieren una definición exacta del “Síndrome de Stendhal”, ahí la tienen.

Menos permeable a la sensibilidad artística de su primogénito, mi señora madre zanjó el episodio con un zarandeo equivalente a que te enchufen una descarga con el desfibrilador en las gónadas. “¡Neneeee ya, que te va a dar algo! Anda que si lo sé te lo voy a enseñar”. Regresé desde la fábrica de Willy Wonka hasta el mundo de los humanos a tiempo para comprobar como mis dos hermanos habían acudido al grito maternal y descubrían fatalmente su parte del pastel. Sí, también había un chándal para ellos.

“¡¡¡Wuéeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!”, o alguna onomatopeya similar berrearon extasiados ante el facepalmismo de la progenitora. Resignada ante lo inevitable e incontenible, cedió a la súplica lastimera de sus vástagos. “Vale, podéis ponéroslos. Pero que no se vaya a enterar vuestro padre. Lo lleváis un rato por la casa y los guardamos antes de que venga”. “Por supuesto, mamá”, juraron mientras franqueaban la puerta de salida hacia la calle a velocidades desconocidas por la ciencia. Un cuarto de hora después, el buen juicio y la amenaza de una represalia termonuclear sin precedentes a base de zapatillazo implacable en la zona perianal, devolvieron los chándales a su lugar de origen.

Nunca he mirado a mi padre con tanto orgullo como aquella bendita noche del 5 de Enero de 1987 en la que fingí dormir, mientras lo observaba colocar con sigilo todos los paquetes a los pies de nuestras camas, anticipando en su sonrisa satisfecha la enorme alegría que iba a regalar a sus hijos. Nos besó con ternura en la frente antes de cerrar la puerta y -ahora sí- me sumergí sonriente en el sueño más celestial de mi corta vida.

Como era de esperar, la tri-chandalización de los Hermanos Mecanonaránjicos (ojo, no confundir con la secta religiosa) causó furor entre la chavalada jiennénsica ochentera. A lo largo de los meses, conocimos las mieles del hype rockstaresco (“Tío, tío ¿puedo tocarlo?”, “¡Virgen, que guapérico!”, “¿Me firmas un autógrafo?”) y las hieles del cainismo postrero (“Ahí van los tontos del chándal”, “Neneee ¿no tienes otra ropa tol día con el chándal ese?”, “Te devuelvo el autógrafo, que voy a pedirle uno a ese que lleva unas Reebok Pump”). Sic transit gloria chándali (?), hamijos.

Del mismo modo que conservo esos recuerdos con vividez fotográfica, todo se vuelve borroso cuando intento recordar el destino posterior de mi tesoro. Quizás la novedad se volatilizó de tanto manosearla, quizás la inminente adolescencia cambió las prioridades o quizás es mejor que no recuerde lo ocurrido con exactitud. Toda esa bruma posterior confiere un halo mítico a la experiencia, la mágica sensación de dudar por un segundo si ocurrió realmente o fue una ensoñación demasiado bonita para ser verdad. Como despertarse después de haber hecho el amor por primera vez, temiendo que fuese un sueño cruel y que te invada la maravillosa certeza de que realmente ocurrió.

No podría concluir éste relato sin epilogarles (?) un par de cosas:

– Los Hermanos Mecanonaránjicos (ojo, no confundir con el partido político) experimentarían en sus enchandaladas carnes los primeros encuentros en la Tercera Fase con la proto-caverna. Nunca faltaba el jocoso mandril adulto que te soltase entre risitas mongoloides “Neneeee, quítate eeeeso que es muy feeeeeo” y la subsiguiente triple-mirada-asesina-culerda.

– El Destino sería especialmente cruel con el siniestro primo del mechón blanquecino. Más de lo deseable, de hecho. El pobre acabó como director de una sucursal bancaria…

mec

Disfruten la instantánea y cuidado con el Stendhalazo.