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Yoyalodije

ANSCHLUSS (I)

Gustav saludó al portero del edificio deslizando un leve ademán y se dirigió con premura hacia las escaleras. Apenas se percató de estar subiendo los escalones de dos en dos y de tres en tres, últimamente el mundo giraba demasiado deprisa. Se detuvo un breve instante frente a la puerta del apartamento del tercer piso antes de tocar el timbre para recuperar el aliento y acomodar el gesto, indeciso entre la severidad y la condescendencia, con el que abroncar a su amigo.

Perderse la partida en el café… ring. En su propio café… ring. Seguro que es por esa chica italiana con la que sale, Camilla… riiing. Pero no haber ido esta mañana al entrenamiento… riiiiiiiing riiiiiiiing. ¡Sindi, ábreme! ¡Vístete, gandul! ¡Soy yo, Gustav!

Los repetidos golpes de Gustav contra la puerta del apartamento se precipitaron por el hueco de las escaleras y atrajeron la atención de Otto, quien salió pesada y disgustadamente de su pequeña portería.

-¿Ocurre algo, señor Hartmann?
-No consigo que me abra, Otto.
-En seguida subo, señor Hartmann.

El portero, Otto, también era consciente, como todos en Viena, de que la realidad que le envolvía discurría a gran velocidad, casi vertiginosamente, y por eso, a su edad, la combatía con declarada parsimonia. Esperó pacientemente a que el ascensor llegará al bajo, o rez de chaussée como les gustaba decir con pomposidad a algunos inquilinos. Abrió y cerró las hojas de la cabina con delicadeza. Pulsó el botón suavemente, ceremonioso. Paladeó el gusto del café y cigarrillos que languidecía en su paladar. Pensó en su bufanda gris y en dónde demonios la habría olvidado. Abrió y cerró la cabina con la misma liturgia de antes.

-Gracias, Otto. Si no le importa…
-No se preocupe, señor Hartmann. Pero lo advierto que está con esa nueva novia suya extranjera, ¿cómo se llama? Katarina, Kristina…
-Camilla.
-Eso es, Camilla. Anoche estuve oyendo ruidos hasta bien entrada la madrugada. Música, risas… usted ya me entiende.

Gustav asintió circunspecto mientras Otto manipulaba un voluminoso manojo de llaves e introducía una de ellas en la cerradura del apartamento del tercer piso. Los dos hombres asomaron la cabeza hacia el interior con curiosidad mal contenida pero sólo Gustav entró finalmente en el recibidor. Otto permanecía en el rellano. Es mejor evitar escenas embarazosas en ciertas circunstancias.

Sindi, condenado sinvergüenza, bribón. Espero que te hayas divertido porque esta vez los chicos no piensan pasarlo por alto tan fácilmente. Ni me imagino la de rondas que les debes ya. La voz de Gustav inundaba el silencio del enorme y lujoso apartamento de su amigo. Las botellas de vino vacías sobre la mesa y los abrigos en el suelo del salón permanecían atentos al visitante, como testigos mudos y a la vez cómplices de la acabada fiesta.

Está bien, no me importa lo que estéis haciendo vosotros dos. Voy a entrar. Amenazó Gustav desde el pasillo, camino del dormitorio principal. Pero no llegó a cruzar el umbral. Los cuerpos desnudos, inmóviles y azulados de los amantes le detuvieron, le atenazaron, le sujetaron a distancia. Lo siento, colega. Esta vez no hay sitio para uno más. Habló, ahora sí, él desde la cama sin mover los labios.

Debió de transcurrir un largo rato, pues la paciencia del portero había sido finalmente derrotada y su voz, amortiguada por la distancia, delataba un punto de hastío.

-Señor Hartmann, ¿todo bien?
-Están muertos, Otto. Sindi está muerto.

En la tarde del 23 de enero de 1939 y sobre la cama del dormitorio principal del apartamento del tercer piso del flamante edificio número 3 de la Annagasse de Viena yacía, junto a su novia italiana, el cuerpo sin vida del mejor futbolista austriaco de la historia, Matthias Sindelar.