Como bien saben, ayer se jugó el Barça-Espanyol y como cada año un servidor de ustedes fue al Camp Nou a ver el derby de la máxima rivalidad metropolitana.
No, mejor que no les mienta en mi primera crónica. Permítanme que empiece de nuevo.
Ayer se jugó el Barça-Español de la trigésimo séptima jornada del campeonato nacional de liga de primera división y a nadie, incluyéndome a mi que fui al Camp Nou, nos importaba un bledo.
Sin posibilidad de fastidiar al Barça, el partido no tenía utilidad para los pericos. Para los culés la visita al Camp Nou estaba llena de sentido, pero éste no tenía nada que ver con el encuentro.
Si una noche cualquiera de temporada toman ustedes el camino que baja por la boca 117 del Camp Nou tendrán que bajar unos cuantos escalones hasta llegar a mi localidad, anónima entre otros cientos que se encuentran detrás de la portería del Gol Sud. Si se quedaran al principio de la escalera podrían ver que me comporto como el que llega al cine a última hora, cuando ya está todo el mundo sentado. Me muevo rápido por los pasillos. Busco con la mirada el número de la fila, no sea que me pase de largo. Me disculpo con los madrugadores que ya están en su sitio y que deben contorsionarse de alguna manera para que pueda pasar sin pisarlos, o sin pisarlos excesivamente.
Pero ayer no fue una noche cualquiera. Ayer era el día en que despedimos a Pep Guardiola. Cuando ayer bajaba la escalera me entretuve a mirar los rostros de aquellos que durante cuatro años me habían acompañado en el disfrute de este equipo legendario, y que nunca había tenido el tiempo o el interés de observar:
– La joven que grita el Cant del Barça, sus mejillas arreboladas, el puño al aire;
– Los amigos que ven el partido en grupo y tiran las cervezas al suelo cuando Messi marca un gol;
– El hombre solitario que mira el partido aislado por los auriculares de la radio;
– El padre que sonríe emocionado cuando ve a su hijo gritar por la victoria y piensa la suerte que tiene, pues hasta hoy solo ha vivido triunfos;
Ayer en cambio todos ellos tenían la expresión de los padres que antaño despedían a su hijo en la estación, camino de la mili, o de las novias que ahora despiden a su amado que se va al extranjero en busca de fortuna: una expresión de inquietud por la separación y de esperanza por el regreso.
Del partido sólo me quedaron algunos detalles: La curva perfecta del primer gol de Messi, como si fuera trazada por un compás; el par de recados que mandó Puyol al perico moroso; algunos dríblings majestuosos de Iniesta en la primera parte; el compromiso de Mascherano, que jamás desfallece; la violencia del chut del tercer gol; la desvergüenza de los árbitros, que nos pitarán más penalties a favor en las últimas cuatro jornadas que en las treinta y cuatro primeras.
Después del aperitivo llegó lo que todos fuimos a ver. Guardiola en el centro del campo, jaleado por noventa y cinco mil gargantas, abrazado por ciento noventa mil brazos, amado por noventa y cinco mil corazones.
Lo cierto es que después de tanta espera no llegué a escuchar el discurso de Pep. Justo cuando empezaba miré a mi hija de ocho años, que con el rictus serio sostenía rígidamente una banderola por encima de su cara pintada con los colores blaugrana y de la senyera, como si Guardiola pudiera leer desde tan lejos su mensaje “Gràcies Pep”.
Y me saltaron las lágrimas.
Se dice que la separación menos triste es aquella que creemos temporal. A pesar de ello produce un desasosiego en el corazón y un nudo en la garganta que no se quitan más que con la vuelta.
Vuelve pronto Pep.
Vuelve a nuestra casa.